No sé si los ángeles pueden mover objetos.
No sé
si existen ángeles femeninos y masculinos.
No sé
si cambian de aspecto según el momento y la conveniencia o se mimetizan para
evitar molestias e impertinencias.
He
comprobado, sin embargo, que hay ángeles que se mueven a nuestro alrededor,
aunque no siempre lleguen a cumplir sus metas en tiempo y forma. Los ángeles ya
no suelen ser como eran en las estampitas y en los amarillentos libros del
catecismo.
Aclaro
que no pretendo demostrar ni refutar aquí ninguna teoría al respecto, sino
reconstruir algunos sucesos bastante fortuitos y hasta desconectados entre sí.
Me propongo revisarlos junto al lector para descubrir si existe algún sentido
lógico, alguna moraleja, alguna conclusión que merezca ser escrita en la última
página de este libro.
Algunos
nombres han sido cambiados para respetar la privacidad de los protagonistas, y
otros simplemente fueron alterados por la progresiva amnesia que ha ido
ocupando los espacios que antes ocupaba una memoria inalterable y detallada.
Miles
de sombrillas de todo tamaño y color daban a la playa el aspecto de una
gigantesca plantación algo desordenada pero armónica. Un inquietante clima de
mundo ideal, una especie de aldea poblada por afables desconocidos que miraban
hacia algún punto en el mar o en el horizonte, un incesante ir y venir de gente
mayor en paños menores, como solía decir la abuela.
Durante los últimos tres años yo
había sido poco menos que un desocupado. Sucesivos golpes económicos y mis
propios errores me habían llevado a la situación de un cuentrapropista que no
podía pedir un día franco ni unas vacaciones, ni presentar un certificado por
enfermedad. Hasta que apareció Vivaldi, el héroe de mi niñez y mi adolescencia,
el mejor amigo de mi padre, y me dio una nueva oportunidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario